Por Cristina Pacheco
Muchas veces me quedo mirando a mi hijo Gonzalo y me pregunto ¿cómo verá la vida?, ¿cómo entenderá lo que sucede a su alrededor?, ¿qué sentirá?
Gonzalo no está dentro de esa estupenda estadística sobre la mayoría de las personas con Síndrome de Down que leen y escriben, que tienen autonomía personal, integrados en la sociedad y con amplias relaciones sociales y buena comunicación. Tampoco su familia es muy típica, careciendo de padre y hermanos y conviviendo con sus abuelos y conmigo, sin disponer muchas veces del tiempo necesario que todos los que le queremos desearíamos poder dedicarle y que él siempre necesita. Una vida con improvisaciones y cambios y Gonzalo siempre a remolque intentando seguir el ritmo, y para él no es nada fácil.
Gonzalo, con su escasa visión y con su frágil personalidad, con sus múltiples obsesiones, su problema con la comida, con la escasez de su lenguaje y con su dificultad de entablar relaciones con las personas va avanzando en esta vida a trompicones, a distinta velocidad y cambiando objetivos pero, sobre todo, intentando disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que nos rodean, aprendiendo y enseñándonos a ver la vida por su lado positivo, porque a ser feliz también se aprende.
A Gonzalo le gustan los animales, escuchar música pop en el coche y clásica en el teatro. Va a ver musicales aunque a veces le moleste la música demasiado alta. En vacaciones nos vamos a un hotel y a restaurantes aunque a veces las cosas se compliquen y tengamos que cargar con comida especial. Le gusta la playa pero prefiere nadar en la piscina. Le gusta ir de excursión, caminar y pasear en coche. Practica deporte, atletismo y balonmano con sus compañeros de la fundación. Entabla buenas relaciones con sus profesores, tanto del colegio como de la fundación y acude a convivencias y al club, aunque no siempre pueda realizar todas las actividades o rechace participar en ellas.
No son logros espectaculares. Y, a veces, me siento muy lejana al resto de las familias con chicos con Síndrome de Down cuando comentan todo lo que sus hijos van consiguiendo y veo sus progresos en el colegio, en el trabajo y, sobre todo, en la vida diaria. Pero si hay algo que envidio es comprobar las bonitas relaciones de amistad que entablan los chicos. Me gusta oír sus conversaciones cuando hablan de cantantes, de series favoritas o de fútbol. Me gusta oír sus risas, sus bromas, sus peleas y sus amores.
Con Gonzalo las cosas son más básicas, más simples. Lo principal es que conozca, que entienda lo que siente y aprenda a poner nombres a sus sentimientos y enseñarle por qué se producen: estoy triste porque te has enfadado, estoy cansado porque tengo Síndrome de Down, estoy contento porque me siento querido.
Y creo que esto es muy importante para todos los chicos porque, cuanto más se conozcan, se acepten a sí mismos y aprendan a quererse, más fácil tendrán entender los sentimientos de los demás y serán capaces de ponerse en el lugar del otro y eso les hará ser más generosos y solidarios y eso sí será un logro espectacular.
Para mí es muy gratificante ver cómo los compañeros de Gonzalo le respetan, participan en sus bromas simplonas, le siguen saludando aunque él no conteste. Me gusta verle venir del entrenamiento con ellos, relajado y contento acercándose a mí aunque la vista le juegue malas pasadas y se confunda y vaya donde otra señora a la que mira sorprendido y de repente me ve y su cara se ilumina y para mí la vida es mejor y todo tiene sentido.
Me siento muy orgullosa de mi hijo Gonzalo, de ese joven de 19 años optimista y luchador, que todos los días se levanta de buen humor, con una sonrisa.