Por Angélica Díez, madre de Cristina Álvarez
Me llamo Angélica y soy madre de cuatro hijos. Todos ellos son especiales y de una manera de ser diferente pero, para mí, la más especial es mi hija pequeña, Cristina, ella tiene síndrome de Down.
Desde que me quedé embarazada supe que algo no iba bien, no podía comer ni beber nada sin devolverlo. A los seis meses quiso nacer y en una ecografía observaron posibles problemas en el corazón y en el aparato digestivo.
Cuando nació era preciosa. Recuerdo esos ojos mirándome y pidiéndome vivir y ese llanto de auxilio. Desde que nació fue luchadora ya que venía con una atresia duodenal y fue operada nada más llegar a este mundo. En el quirófano cogió una septicemia, la cual también venció. Fue aquí donde comencé a ver lo especial que era, nada más acercarnos a la incubadora ella lo notaba, aún cuando tenía los ojos tapados.
Al mes de nacer por fin pudimos llevarla a casa. No sabíamos por dónde comenzar ya que todo lo que leíamos nos desmoralizaba, así que pensé que mejor no leer y ponernos a trabajar. Tuve un apoyo fundamental, mi otra hija, Raquel, que con 14 años se volcó con su hermana. Siempre que salía del instituto se iba con ella a leerla cuentos, la ponía música, jugaban… Tienen un lazo muy especial por ambas partes que se formó desde el embarazo. Ya antes de nacer Cristina, estando en mi vientre, le hablaba y cantaba. Nunca podré agradecerle todo lo que me apoyó y todo lo que ayudó y enseñó a su hermana.
Desde que estuvo en atención temprana observamos que era una niña con mucho carácter. Al año y medio ya sabía andar y a los cuatro nadar. Sin embargo tardó en comenzar a hablar. Eso sí, lo entendía todo y se hacía entender. A veces nos obligábamos a entenderla porque si no sacaba su genio. Cuántas veces me habré preguntado si conseguiría hablar; yo creo que las mismas que ahora mismo, cuando escucho que no calla, me digo: “Y yo preocupada de que no iba a hablar”.
Otro momento en el que mostró lo luchadora que es fue cuando descubrieron que tenía phertes en la cadera. Estuvo varios meses inmovilizada en una cama. Su forma de ser cambió, se volvió retraída y tenía la mirada triste y perdida, hasta que fue su hermana a verla a Madrid y esto cambió y volvió a poner una sonrisa en su cara. Nos vimos en otro reto, hubo que volver a enseñarle a andar, pero algo era distinto, esa niña atrevida y decidida se volvió miedosa e insegura.
Han pasado ya seis años, la cosa va mejorando aunque sabemos que le quedará cojera para siempre. Pero ella, aún en plena adolescencia, es feliz. Todos sus hermanos la adoran, le compran un montón de cosas, hacen cosas juntos, se van de viajes, etc. Por eso me gustaría agradecer desde aquí a mis hijos su fuerza y apoyo, a los tres: Óscar, Judith y Raquel. Lo que en un principio creímos una desgracia, hoy es la alegría y las risas de la casa y un ejemplo para todos nosotros ya que ha salido de muchas cosas y sigue sonriendo.
Pero sobre todo gracias a mi hija Cristina por darme fuerzas y hacer que saboree la vida. Te quiero.