Por Javier Santamaría y María Cruz Martínez
Nos han pedido que hablemos de nuestra hija Laura que tiene síndrome de Down. Hace tiempo, cuando ella nació, me pidieron algo parecido y fue complicado porque pensé que qué podía aportar yo en ese sentido. Al final, me decidí a comentar mi vivencia del tema como padre, y fue difícil porque siempre es complicado hablar de uno mismo.
Hace trece años que nació Laura. Ella ha ido creciendo, y nosotros también. La convivencia entre ella, sus hermanos, que tienen 16 y 20 años, su madre y yo ha ido desarrollándose de forma tranquila y, en estos momentos, tiene los problemas de cualquier hijo de esa edad, pero con matices.
Si paramos y recapitulamos estos últimos años, vemos que ha tenido unos avances importantes, pero tenemos que estar muy pendientes de ella. Todos los días tiene alguna actividad especial: las clases de apoyo y los grupos de la Fundación, la piscina, el foniatra, aunque también es cierto que en la actualidad todos los niños tienen cantidad de actividades convirtiéndonos en padres-chófer en multitud de ocasiones.
Pero es cierto que con ella la supervisión es constante y todavía recuerdo hace unos meses, que fue sola a casa de su abuela y yo fui detrás de ella escondiéndome para que no me viera como cualquier mal espía de película. Seguro que muchos de ustedes me comprenderán porque nos ha pasado a casi todos. Lo hizo muy bien y aquí quiero hacer la primera reflexión: ¿No les vigilaremos demasiado?. Nuestros miedos pueden hacer que limitemos sus expectativas. Está claro que nuestra hija tiene limitaciones pero no sería lógico ni justo que además tuviera que superar nuestros miedos. Ésos los debemos superar nosotros solos.
Tengo una segunda reflexión que hacer a raíz de otra anécdota del día a día. El año pasado debió de haber por nuestra casa algo así como una epidemia de ‘zanganería estudiantil’; y yo, muy digno en el papel de padre, estaba mandando a estudiar a todo el mundo, con esos discursos que solemos dar los padres que creo que sirven para poco pero al menos nos dejan a gusto. Después de discutir con los hermanos mayores amplia y reiteradamente, veo que Laura se me queda mirando de forma extraña y no sé qué aprecié en ella que la di otra dosis de la bronca, como a sus hermanos. No he visto nunca a nadie tan contento porque le mandaran a estudiar y la criticaran. Yo me quedé pensativo. ¿Por qué se puso tan contenta? Porque era como todo el mundo. Ella, como miembro del grupo de hermanos, se había sentido integrada, la habían reñido como a todos. A la inversa sus hermanos, que para repartir tareas la cuentan como uno más, quisieron meterla en los turnos para recoger la cocina y ella se negaba. A mí me pareció bien, casi todo el mundo se ‘escaquea’ cuando puede, y Laura lo estaba haciendo bien.
Resumiendo, de estas dos anécdotas quiero extraer un par de ideas sencillas. La primera es la de aprender a convivir con nuestros miedos. Ahora está empezando la adolescencia, con lo que ello supone, después vendrán otros problemas y otros miedos, siempre los habrá, como con los otros hijos, pero con ellos, los que tienen síndrome de Down, más. Nunca podemos permitir que ello les suponga un freno para su desarrollo.
Por Javier Santamaría y María Cruz Martínez